El tambor de damasco
Hace pocos días murió un notable músico venezolano: Juan Carlos Núñez, compositor, director de orquesta y docente universitario. Para mí, siempre lo he considerado como el más original y con una personalidad musical muy propia, entre todos los compositores venezolanos. Para hacer esta afirmación hago un bosquejo de su obra más importante: El tambor de damasco, ópera que nos agarra de la mano y nos conduce a un viaje al misterioso universo del antiguo teatro Noh del Japón. Dicho sea de paso, esta es también una de las más importantes óperas escritas en Venezuela. Sin pérdida de tiempo, explico a continuación lo dicho en precedencia. El damasco es una tela de seda o lana que forma dibujos muy bellos. Cuando un tambor se hace de damasco, se crea una pieza de ornato, atractiva para la contemplación, pero evidentemente carece de sonido. Un tambor de esta suerte es solamente un regalo para los ojos. Si queremos que un tambor suene debemos hacerlo de cuero. ¡Y como suena un tambor de cuero cuando le damos! En este mismo orden de ideas, en Venezuela existe un dicho popular: “Yo me quedo con mi cuero”. Con esto se alude a la existencia de mujeres que, si bien no tienen la belleza del damasco, la suavidad de la seda o la tibieza de la lana, poseen una capacidad de amar tan intensa que vibran como el cuero de un tambor, bien centrado y templado para su percusión. La ópera El Tambor de Damasco de Juan Carlos Núñez se mueve en torno a esta filosofía, tan simple y tan profunda al mismo tiempo. Es una historia de engaños y de amores imposibles, expresada en un lenguaje simbólico. Una mujer que ha perdido su capacidad de amar y de experimentar emociones y por esta razón -el engaño- no escucha el sonido de un tambor de damasco, que le toca el espíritu de un enamorado que se suicidó por ella y al tener un nuevo desengaño -el amor imposible de quien no escucha su tambor- se desvanece para siempre. Esta ópera está basada en un cuento del escritor japonés Yukio Mishima, el mismo hombre que en el mes de noviembre de 1970, después de tomar un cuartel, declaró ante todos los soldados “su oposición a la paz, a la prohibición de la guerra y al cese del servicio militar” y al no conseguir a otra persona que compartiera con él estos mismos criterios, frente a todos se hizo el harakiri y ahí quedo, contemplando sus propios intestinos empapados en un charco de sangre. Juan Carlos Núñez es un talentoso compositor que tiene una personalidad musical muy propia. Bastante joven tuvo el mérito de separarse de los criterios de Vicente Emilio Sojo, quien pensaba que solo era posible componer música venezolana utilizando elementos del folclore y los motivos musicales de la amplia geografía venezolana. Núñez, a través de un lenguaje universal, también escribe una nueva música de Venezuela. Sus planteamientos estéticos son los de un compositor moderno, pero el tratamiento que da a la orquesta, el uso que hace de los instrumentos y su discurso musical son generalmente tradicionales. Ahora bien, la ópera que nos ocupa no es precisamente una de sus creaciones que se pueda ubicar dentro de estas características, sino más bien un viaje, por llamarlo así, al misterioso universo del antiguo teatro Noh y al mismo tiempo, un intento de adentrarse en un mundo muy extraño como es el de Yukio Mishima. El Tambor de Damasco presentada en estreno mundial por el Ateneo de Caracas, en su IX Temporada de Ópera Breve, es una obra que busca con todas sus fuerzas ser poética, antes que dramática. Se percibe en el compositor una mentalidad calculadora en la persecución de efectos que produzcan en el oyente un impacto emocional. La ópera tiene un solo personaje con voz masculina, el barítono Pedro Carrillo quien interpreta a Iwakich; el resto son seis voces femeninas, la soprano Sara Catarine (Hanako Tsukioka); la mezzo Amelia Salazar (Kayoko); la soprano Florentina Adam (Fujima); la mezzo Inés Feo La Cruz (Toyama); la soprano Katiuska Rodríguez (Kanako); y, la soprano Laura Bianco (Madame). El canto de todos estos personajes es muy declamado y se alterna entre la melodía apenas perceptible y el discurso entonado. También, de pronto aparece un trozo cantado que resulta muy agradable y entonces, nos damos cuenta que la técnica del bel canto también es aplicable a esta ópera, pero a los cantantes no se les permite, en ningún momento, entrometerse en el lirismo. Con esto, percibimos también la incapacidad de la armonía para sustituir a la melodía, que constituye la columna vertebral de toda ópera. En otro orden de ideas, Juan Carlos Núñez es un compositor que no tiene en cuenta el requisito básico de la ópera, que es el aria y cuando esto sucede, se hace pródigo en el comentario orquestal y en la producción de efectos instrumentales, que sustituyen la comunicación de sentimientos y la expresión emocional de los cantantes. Lo más cercano que estuvimos de escuchar un aria, fue en la interpretación del recitativo final de Sara Catarine, lo cual hizo con verdadera elocuencia y mostrando la importancia de su espléndida voz de soprano lírico spinto. La Orquesta Sinfónica Municipal de Caracas bajo la conducción de su director titular Rodolfo Saglimbeni viene de interpretar los boleros de Billo Frómeta, en esa especie de fábrica de nostalgias en que han transformado al glorioso Teatro Municipal. Nos contentamos que los profesores de la orquesta hayan tenido en el Ateneo la oportunidad de demostrar su jerarquía y valor intelectual, ejecutando con maestría una música de inventiva y vuelos auténticos, pero sumamente complicada, en la que su armazón y distribución de los tiempos esta erizada de escollos y dificultades. Enhorabuena, maestro Saglimbeni por su sabia conducción de esta magnífica orquesta. Orlando Arocha es un director con un gran sentido de la escena y su trabajo en esta ópera es un buen ejemplo de teatro imaginativo, que captura inmediatamente la atención