El Chingo Julio

 Campanero de la Iglesia Mayor de San Felipe Por Hugo Álvarez Pífano Cuando se trataba de echar a volar las campanas al viento, no había mejor campanero que el “chingo Julio”, un hombre humilde, de nariz aplastada y tabique nasal roto –de aquí el sobrenombre que llevó toda su vida- quien nunca soñó siquiera con tener la posibilidad económica de corregir ese defecto, pero con una gran habilidad y talento excepcional para tocar las campanas de una iglesia: hablamos del campanero del templo principal de San Felipe. Si Dios le quitó al “chingo Julio” el don de la claridad en la palabra y la mitad del sentido del oído, le dio a cambio tres cualidades: el toque festivo de las campanas en señal de gloria y alegría, para convocar a los fieles a las misas en la presencia de Dios; el toque leve de elevación espiritual para la hora del Ángelus; y la serenidad en la tristeza, que debe acompañar el doblar de las campanas en los oficios de difuntos.  Las tres funciones básicas de un campanero, según la tradición cristiana. A la sazón, la iglesia de San Felipe tenía tan solo tres campanas: “la niña” con una voz dulce y bella de soprano, “la media” con el sonido tibio y grave de un violonchelo, y la tercera “la gorda” con la voz solemne y profunda de los grandes bajos, era la campana que se usaba para dar la hora. El badajo, esa especie de martillete que se utiliza para darles sonido era accionado con cordeles. Entonces Julio se inclinaba apenas hasta tocar el suelo –casi en la actitud de un nazareno que carga una pesada cruz- montaba las tres cuerdas sobre su espalda, y allá vamos: sus campanas salían a volar en un derroche de alegría, los pájaros saltaban desde los árboles emocionados: paraulatas, orihuelos, gorriones y arrendajos, pero los más ruidosos, excitados por el repicar de las campanas de Julio, eran los estridentes loros que marchaban rumbo a la bananera. Que lindo era acudir a la misa y otras celebraciones de nuestra amada iglesia, convocados por el repiquetear alegre de las campanas del “chingo Julio”. Ahora bien, su tarea de todos los días era el Ángelus, una oración de la iglesia católica, recitada en todo el mundo al medio día, en recuerdo de la Anunciación: el día en que el ángel Gabriel -enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, le habla a una virgen de nombre María, desposada con José, un hombre de la casa de David- le anuncia el misterio de la Encarnación del verbo. Ángelus toma su nombre del texto en latín Angelus Domini nuntiavit Mariae. Es un momento de gran solemnidad, se trata de la conversación de un ángel con una humilde muchacha judía, a quien Dios le encomienda la más grande y dolorosa de las tareas: ser la madre del salvador de la humanidad. La tradición requería que el Ángelus fuera acompañado con el toque de las campanas, entonces Julio con su mano derecha, firme y segura, desgranaba los tibios goterones de “la media” sobre los tejados de San Felipe, rememorando el saludo del ángel Gabriel a la madre de Jesús. Después, “la niña” se incorporaba al dialogo, era la voz de María que surcaba el aire en los valles del Yaracuy apoyada de la mano izquierda de Julio. No hay que olvidar que las campanas son en rigor instrumentos musicales que emiten una sola nota, pero conforme a la habilidad y el talento del ejecutante ofrecen cualidades excelsas: matices en el sonido, fina textura, riqueza de colores, creatividad en los ritmos, etc. Así como el violinista de sonido más dulce y bello es Itzhak Perlman y la trompetista de mayor colorido y ejecución brillante es Alison Balsom, el campanero de toque más bello y expresivo, para trasmitir el dialogo entre un ángel y la madre del Señor -el misterio del Ángelus– siempre fue el “chingo Julio”. Su otra misión era tocar para los oficios de difuntos, en esta ocasión el doblar de sus campanas, mientras acompañaba a los muertos, dejaba sentir la queja doliente de los músicos dotados de una profunda humanidad. Hoy a 70 años de distancia en el tiempo, evoco el sonido triste de las campanas del “chingo Julio” con la frase de John Donne que da entrada a la novela de Ernest Heminway, Por quien doblan las campanas: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca intentes preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Pero un día ocurrió lo inevitable, por la calle de San Felipe que conduce al viejo cementerio de Valle Hondo cargaron un ataúd, un funeral de pocas personas, algo así como para salir del paso, para el difunto no hubo flores ni se escucharon el doblar de las campanas, no supe nunca si le escribieron una lápida pues nadie sabía su verdadero nombre; en cambio, los pájaros desde los árboles se sumergieron en las hojas para guardar un pesado silencio. Por vez primera en muchas décadas, los loros de la bananera en un mutismo respetuoso, cruzaron el horizonte suspendido en un cielo gris perla que cubrió a San Felipe en ese día. Había muerto el “chingo Julio”. Para concluir esta historia, tengo todavía una deuda con mis lectores: después de la muerte de Julio la vieja iglesia de San Felipe fue demolida y en su lugar se construyó una moderna catedral de hormigón armado, creo que las tres campanas se encuentran en su torre, pero nadie las toca, en su lugar se utiliza un carillón electrónico, dotado de un mecanismo suizo de relojería. Las tres campanas se han sumado al silencio de los pájaros en recuerdo de Julio. Entonces, permítaseme también, sumarme con los pájaros y las campanas a su recuerdo, en un sencillo homenaje: he tenido el honor de escribir esta