Los 80 años de Felipe González: el presidente que visibilizó a España más allá de los Pirineos.

Por Pedro Camacho  A principios de la década del 70, España se nota cansada, enquistada. Son ya muchos años a cuestas de sufrimiento y duro trabajo. La crisis económica parece inadvertida pero la angustia se refleja en el rostro del ciudadano. Un ejemplo patético: “pisos” en Madrid  en el barrio de Salamanca, uno de las mejores zonas residenciales, de 160 m2, costaban alrededor de 40000 dólares; un ramo de flores comprado en la floristería del Hotel Cuzco tan voluminoso como la puerta de un teatro madrileño,menos de 10 dolares. No obstante, sin perder su garbo, la actividad no cesa y se refleja en su capital, Madrid, con su colorido, su raza castiza, su dignidad, “la cuna del requiebro y del chotis”, como la llamó el compositor mexicano Agustín Lara. Da la impresión que no hay nada que arreglar desde el ángulo político porque todo está arreglado. Eso sí, las tabernas, tascas y mesones no reducen su ritmo cadencioso y mientras los turistas disfrutan de una peseta que rosa el suelo y pulula la mercancía a muy bajo precio en términos de dólares, la pobreza salta a la vista y la mendicidad se pasea en cualquier café. La nación, muda por muchos años, atrapada en el pasado y sin salida aparente, a duras penas se ha acostumbrado a la dictadura de Francisco Franco y no se ha dado cuenta que el hombre bautizado “por la gracia de Dios” está muy cerca de su final.  La salud de Franco empeora, el desorden internacional afecta seriamente al país y la llamada crisis del petróleo inquieta a Europa. Se afinan las cuerdas tensadas por las clavijas institucionales en la búsqueda de un orden interno más acorde con la realidad europea. Un grupo de personas de las más distintas tendencias políticas se percata de la urgente necesidad de deponer rencores y reconcomios para salir del encierro a sabiendas que una dictadura casi siempre desemboca en desenlaces fatales o al menos infelices. El pueblo comienza a prestarle menos atención a la vocería de Franco y su trino va perdiendo sonoridad. El dictador siempre ha pretendido tener la verdad en la mano, se ciega al creer que personifica el pensamiento del pueblo y, por ende, que controla la seguridad y la estabilidad del país. Lo logra pero en la medida que se va afianzando en el poder y dominando todas las instituciones del estado, con el tiempo, la otra cara de la moneda muestra la fatiga, la convulsión, la mentira, el engaño que muchos denominan anarquía. Las fuerzas políticas, algunas de ellas emergentes y con clara visión del débil atadero del Estado, se concentran en la búsqueda de un relevo con el menor número de contusiones posibles. La muerte del Caudillo en noviembre de 1975 precipita y facilita la salida que debía estar sujeta a derecho y se produce la transición hacia un orden democrático. Aquella España callada, en conocimiento que el camino es largo y dificultoso, va emergiendo entre la neblina. Los cafés se asoman a las amplias aceras que recorren la Gran Vía y la Calle de Alcalá y el español comienza a tomar conciencia de la importancia de zafarse de la vieja España horadada para reemplazarla por una actualizada y fresca en sintonía con la Europa de la hora presente, y así, su hermosa capital se va convirtiendo en la “ciudad jardín donde florece la violeta y el jazmín” como la describe Juan Vicente Torrealba en su pasaje venezolano y, en su centro, se asoma la guapa española, “clavel primaveral, preciosa flor de su rosal”. La concordia comienza a suspirar. El pueblo español mediante un referéndum endosa la Constitución ya aprobada por el Parlamento con representación del Partido Comunista Español, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), movimientos identificados con el franquismo, entre otros. Se instala el sistema monarquico-parlamentario y el pueblo elige a través del voto popular a Adolfo Suárez en 1978 como el presidente del primer gobierno constitucional. Le sucede Leopoldo Calvo Sotelo. Entre los hombres llamados a cumplir la labor orientadora se encuentra el  Secretario General del PSOE, Felipe González. “Sevilla tuvo que ser, con su lunita plateada”, según el bolero andaluz, la bella ciudad que dio a luz a este personaje que el 5 de marzo cumplió 80 años. El preocupado por lo permanente, el turbado por un destino mejor, el del sentido de la oportunidad, el que reconoció la situación al tacto, el que sabía que llegar primero no necesariamente significaba alcanzar el objetivo, el hacedor de la España dorada, el que le dio solidez y firmeza a la democracia española, en fin, el hombre que visibilizó a España más allá de Los Pirineos. En 1982 gana las elecciones con una mayoría abrumadora como resultado de una demostración contundente de un pueblo atemorizado y pleno de necesidades. El proceso electoral se llevó a cabo sin traumatismos de ninguna naturaleza y luego de 35 años de férrea dictadura llega a la presidencia un político agudo que con los instrumentos que tiene en sus manos, se dedica a coser el traje que debía ponerse España en las próximas décadas. Un español que cobijaba a un partido antifranquista derrotado en la cruenta  guerra civil. Felipe González gobernó casi cuatro periodos constitucionales, desde 1982 hasta 1996. En junio de 1985 firma la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea. La solicitud de ingresar a la CEE se hizo en febrero de 1962 pero no fue aceptada por los nueve miembros dado que se argumentaba que en el país no había un régimen democrático. Adolfo Suárez realizó una nueva solicitud y se inició un proceso escabroso en vista del bajo nivel de desarrollo económico español para ese entonces por lo que España tuvo que ir cumpliendo ciertos requisitos a nivel nacional y comunitario. Las negociaciones las retoma Felipe González quien a pesar de las resistencias ásperas y arraigadas como consecuencia de la desconfianza e incertidumbre de sectores de la sociedad española, con mucho tino político prefiere forzar la ocasión a perderla e inicia