Postales de Pyongyang (Corea del Norte)
Remembranzas Norcoreanas Por Fernando Gerbasi El 27 de septiembre de 1967, nueve agentes de la policía política entraron en el apartamento que ocupaba el poeta venezolano Alí Lameda, en la ciudad de Pyongyang, capital de la República Popular Democrática de Corea, donde trabajaba como traductor en el ministerio de relaciones exteriores de ese país y, se lo llevaron preso bajo la acusación de haber actuado como enemigo del pueblo democrático de Corea del Norte. Día por día, siete años después, fue liberado el 27 de septiembre de 1974 tras sufrir torturas, simulacros de fusilamiento y otras atrocidades. La razón verdadera de ser de su encarcelamiento fue la ruptura del PCV venezolano, al cual pertenecía, con la lucha armada propiciada por Fidel Castro. Toda esta historia la conocí directamente de la boca de Alí, quien me acompañó en la República Democrática Alemana, a mediados de los años ochenta del siglo pasado, en calidad de Ministro Consejero. Para obtener la liberación de Lameda varios gobiernos venezolanos realizaron las gestiones correspondientes. El primero de ellos fue el del presidente Leoni, pero sin éxito. El segundo el del presidente Caldera I, quien aprovechó la visita oficial a nuestro país, en septiembre de 1973, del dictador rumano Nikolai Ceausescu, quién mantenía excelentes relaciones con el líder norcoreano Kim il-sung para solicitarle interviniera en favor de Lameda; está intervención tuvo como efecto mejorar las condiciones carcelarias del poeta. Finalmente, quien logró su liberación fue el presidente Carlos Andrés Pérez, pero para ello tuvo que reconocer, a la República Popular Democrática de Corea (del Norte) como un Estado soberano. No se designó ningún representante diplomático venezolano en Pyongyang y los norcoreanos nombraron embajador concurrente al que residía en La Habana. Lameda fue liberado y enviado a Rumania, donde se constató su deteriorado estado de saludo razón por la cual pasó tres meses recuperándose. A finales de agosto de 1978, ocupando el cargo de Embajador ante la Organización de las Naciones unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO, recibí una llamada del canciller Simón Alberto Consalvi para instruirme que viajara, en calidad de embajador en misión especial, a la ciudad de Pyongyang, capital de la República Popular Democrática de Corea pues habíamos sido invitados a conmemorar el 30º aniversario de la fundación de esa República, que tendría lugar el 09 de septiembre de 1978. Me explicó que la invitación era de ellos y tenían todo organizado; debía trasladarme a la ciudad de Ginebra de donde partiría el avión rumbo a Pyongyang. Decidido a cumplir la instrucción recibida tan solo le comenté que no me gustaría ir solo “al mundo del silencio”, a lo que me preguntó qué quería decir con eso y entonces le indiqué que me gustaría ir con alguien con quien conversar pues no sabía, y él tampoco, cuánto duraría mi estancia en norcorea. Le propuse llevar a mi esposa, lo cual aceptó pues todo corría a cargo del país celebrante. En Ginebra tomamos un avión Ylyushin 18, de cuatro motores turbohélices que tardó 24 horas en llegar a su destino luego de dos paradas en la URSS, una en Moscú y la otra en Omsk. En el avión solo viajaban, con la excepción de nosotros que íbamos en misión gubernamental, delegaciones de partidos políticos africanos y europeos. Entre éstos últimos se encontraba Danielle Miterrand, esposa de François Miterrand, para la época secretario general del Partido Socialista francés, acompañada de sus dos hijos de una veintena de años. En la cola del avión había una especie de reservado, que estuvo cerrado durante todo el vuelo, en el que viajó, tanto de ida como de vuelta, el secretario general del Partido Comunista español, Santiago Carrillo. Debo destacar que mucho antes de aterrizar nos pidieron nuestros pasaportes y supuse, como era lógico, que lo hacían para facilitarnos los tramites de inmigración, pero no fue así. Solo nos los devolvieron en nuestro viaje de regreso y cuando ya habíamos entrado en el espacio aéreo chino. Aterrizamos en Pyongyang el 05 de septiembre y fuimos recibidos por unos miles de niños que ondeaban banderitas de Venezuela. Uno de ellos me tomó por la mano y otro a mi esposa Irene y nos llevaron a saludar a las autoridades que nos esperaban a un centenar de metros. Después de las salutaciones de rigor nos trasladamos al hotel en dos automóviles marca Volvo último modelo. En el primero me acompañaban, además del chófer, un miembro (sic) del politburó norcoreano, quien estuvo a mi lado durante toda mi estadía y un intérprete de apellido Kim, muy agradable y simpático que había aprendido el español en Cuba. En el otro coche venía mi esposa, que fue declarada la “delegación” desde que pisamos suelo norcoreano, acompañada de una intérprete. Serían alrededor de las cuatro y media de la tarde cuando nos dejaron en el hotel. Un edificio de dos pisos y sin mayor gracia. Tres cosas, que ocurrieron una detrás de la otra, me indicaron inmediatamente dónde nos encontrábamos y cómo debíamos actuar mientras estuviéramos en Pyongyang. La primera fue que al mostrarnos la “suite”, el gerente del hotel me dijo que lamentaba que yo no le hubiera avisado que venía acompañado de mi esposa pues hubiera dispuesto dos suites en lugar de una. La segunda, fue que nos ofrecieron ir al restaurante para comer algo, pero mi esposa no quiso; no obstante, al rato cuando desempacábamos las maletas me dijo que había cometido un error pues en realidad si tenía algo de hambre. En menos de un minuto sonó el teléfono y una voz me dijo, en perfecto castellano, “bajen que se les ha preparado un refrigerio para ustedes”. Nos estaban escuchando. La tercera, fue que al terminar el refrigerio nos dirigimos hacia la puerta del hotel pues queríamos ver los alrededores y particularmente caminar para despejarnos las piernas después de un viaje tan largo. No habíamos dado sino un par de pasos por el jardín del hotel cuando fuimos rodeados por una veintena de individuos, bien vestidos, quienes nos obligaron a