El ágil caballito de Benito Chapellín

Por Hugo Álvarez Pifano Nunca te olvides de sonreír, porque el día en que no sonrías será un día perdido                                                                                                               Charles Chaplin Hace poco, por puro caso, encontré en la red un retrato a lápiz, que mi apreciado amigo José Martín Estaba hizo de Benito Chapellín, uno de los artistas de mayor habilidad que he conocido en el espléndido arte de la talla de la madera. Rápidamente, al ver el expresivo rostro de Benito: mi otro amigo, pintor, escultor y maestro en la talla de la madera, me trasladé a la década de los 60 en la ciudad de Los Teques, donde compartí con ellos -mis queridos compañeros tequeños, en especial Julio Barroeta Lara, el más honesto y competente de los periodistas venezolanos- muchas vivencias y en especial, mis inicios en la carrera diplomática. Aún recuerdo, los delgados dedos de Chapellín moviéndose con la industriosa habilidad de una abeja y la firmeza de las tenazas de un cangrejo, para conducir su navaja sobre la rústica corteza de un tronco. ¡Que ingenio de artesano renacentista, en ese oficio de bordar una hilacha usando encajes de hebra fina! Las virutas de madera saltaban con fuerza, a los cuatro vientos, mientras en la superficie del viejo tronco aparecía la serena mirada de Jesús de Nazaret en el acto de bendecir, como salvador de toda la humanidad; en otras ocasiones, se dejaba ver el rostro huesudo y severo de Don Quijote de la Mancha, con su frente surcada por un fugaz e inteligente pensamiento; y muy a menudo también, la cara triste del Libertador Simón Bolívar, cabizbajo y meditabundo, en actitud de recordar su última frase: he arado en el mar. Estos eran los tres personajes que más a menudo le encargaban sus clientes, como temas para sus tallas, él los vendía por separado o en un combo -como se dice hoy en día- en este caso, sus clientes llamaban al trío “los tres majaderos” un nombre sin duda irreverente, pero que mueve a profundas reflexiones en la religión, ética del comportamiento humano y en la política. Pues bien, hacia los años 70, específicamente en torno a 1978, fui designado como representante de Venezuela a una conferencia en Ginebra, cuyo objetivo era elaborar un código de conducta para el transporte internacional. Estaba preparando mi maleta, cuando mi madre me dijo que Benito Chapellín tocaba a la puerta de nuestro apartamento en Los Teques. Traía en sus manos un hermoso caballo de madera de pequeñas dimensiones, con tres palabras gravadas: liberté, égualité y fraternité. Me entregó la talla y me pidió que la depositara sobre la tumba de Charles Chaplin en Suiza. Esa noche escuché por primera vez que Charlot estuviera enterrado en Suiza. Me contó también que, a poco tiempo de su entierro, unos malhechores profanaron la tumba y su cuerpo fue secuestrado, con el objeto de pedir un rescate a su familia. Al final, los delincuentes fueron detenidos y Charles Chaplin regresó al cementerio de Corsier-sur-Vevey a descansar en paz. Entonces, al concluir su relato, me guiñó un ojo y me dijo: el caballito tiene también por objeto, de que si lo vienen a secuestrar nuevamente, “tenga tiempo de montar en su caballo, antes de que pistola en mano se le echen a montón” Se refería por supuesto al célebre corrido mejicano “Juan Charrasqueado”. Ya en el umbral de la puerta de mi casa, celebró su chiste con una carcajada y me confió una frase que he recordado siempre, Charlot solía decir:” Nunca te olvides de sonreír, porque el día en que no sonrías será un día perdido”. También yo solté una carcajada, no tanto para no perder un día de mi vida, sino para celebrar precisamente, que ese mismo día, había aprendido con Benito Chapellin tres cosas nuevas que no conocía. 1.- En medio de la conferencia, un domingo lleno de sol, invité a mis amigos a entregar en las manos de Charles Chaplin el hermoso caballito que un artista de Los Teques había creado para él. La idea produjo un gran entusiasmo, en una caravana de automóviles partimos: Gustavo Rodríguez, secretario de la delegación de Venezuela en Ginebra; Oscar Villegas, experto en transporte marítimo; Efraín Mazzei, experto en transporte aéreo; Freddy Ríos, técnico en aduanas; Hernán Villanueva, funcionario del finado Instituto de Comercio Exterior, a quien llamábamos “el maquiritare”. Fue un día inolvidable, encontramos la tumba de Charlot completamente cubierta de flores y de regalos, entonces en la parte frontal de la última morada del más humano de los actores británicos –del cómico que enseñó a sonreír a todo el mundo- coloqué el caballito que le ofreció Benito Chapellín. No sé, tal vez pronuncié la expresión, misión cumplida. 2.- Pasaron muchos años, tantos como diez o más, y un día en Nueva York encontré en una librería, un grueso volumen de una biografía de Charles Chaplin, en el capítulo final, relacionado con su tumba, en un espléndido primer plano, aparecía el caballo de Chapellín en una foto de deslumbrante belleza. De Benito Chapellín no se han escrito libros, tampoco estudios sobre su arte, tal vez uno que otro artículo de prensa, pero para las gentes de Los Teques y para mí en lo personal, ha sido el artesano que creó miles de tallas de madera, el pintor que dejó en sus lienzos centenares de paisajes de Los Teques, el artista plástico más representativo de su pueblo. Pero, más allá de todo esto, fue un hombre que entendió como una forma de comportamiento ante vida, el profundo significado de tres palabras: liberté, égualité y fraternité, las mismas que estuvieron siempre presentes en la existencia de Charlot, que están contenidas en el escudo de la República francesa y en el frontón de la Gran Logia de Francia. Fue precisamente, en este contexto, que Benito Chapellín le hizo llegar un reconocimiento a Charles Chaplin, en la forma de un ágil y precioso caballito y a nombre de todos los artistas venezolanos que creen en estos tres principios. 3. Para terminar, solo me