REBECA MARTÍNEZ –
Demás está decir que el COVID-19 llegó a nuestras vidas como un mal sueño del cual aún no logramos despertar, paralizando servicios públicos, educación, economía, y alejando a sus ciudadanos a más de medio metro. Pero es imposible no pensar que esta distancia, por ahora obligatoria, ha permitido a la naturaleza recobrar sus fuerzas. Son muchas las imágenes que han sorprendido al mundo entero: delfines paseando cerca de las costas de Cartagena, pumas caminando tranquilos por Santiago de Chile, comunidades enteras reportando niveles inferiores de polución.
Para varios ambientalistas, este era el respiro que durante años pidió a gritos la Tierra. Es que es ingenuo no ligar esta catástrofe sanitaria con la devastación que durante años generamos sobre nuestros recursos naturales. Y si bien aún se desconoce el origen del SARS-CoV-2, conocido comúnmente como ‘coronavirus’, sabemos que su llegada está íntimamente unida a la explotación de vida silvestre.
En marzo de 2020, el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) lanzó un estudio en el cual explica cómo la Zoonosis, toda infección transmitida de animales a humanos, está relacionada de forma directa con la pérdida de biodiversidad en nuestro planeta. Los autores de este informe señalan que alrededor del 60% de enfermedades emergentes han sido transmitidas por animales salvajes. Pero no solo el consumo y contacto directo con especies silvestres nos expone a patógenos, ya que el cambio climático funciona como un agente acelerador: el deshielo del planeta libera gases atmosféricos que pueden sacar a la luz distintos tipos de microorganismos que han permanecido retenidos por siglos.
¿Qué nos queda entonces? Tomando en cuenta cómo la economía de nuestros países de la región gira en torno a un profundo extractivismo, es de esperar que el Estado y muchas empresas privadas quieran recuperar el “tiempo perdido” y para ello desvíen aún más la vista hacia la naturaleza. La cuerda se romperá así del lado al que siempre hemos estado acostumbrados a cortar.
Sin políticas públicas claras que permitan la conservación y uso apropiado de recursos naturales, al regresar a la “normalidad” aumentaremos de forma acelerada la pérdida de biodiversidad, la intensificación agrícola y ganadera, así como el cambio climático. De poco servirá entonces encontrar una vacuna contra el SARS-CoV-2, si a la vuelta de la esquina la invasión de las fronteras selváticas nos expondrá a un número mayor de virus desconocidos. Según la WWF, este hecho es aún más riesgoso puesto que a ello se suman los factores demográficos que aumentan significativamente, así como la velocidad con la que los humanos viajamos entre continentes, lo que puede causar su rápida propagación.
El año 2020 era crucial para el medio ambiente, por la aparición de la COP -26 y el Pacto Verde Europeo, espacios que permitirían a las naciones discutir sus próximas acciones para detener el cambio climático y el deterioro de la naturaleza. Sin embargo, es de esperar que la agenda global cambie tras la incidencia de esta pandemia. Ahora bien, la creación de políticas públicas no servirá de mucho si no tenemos ciudadanos conscientes de sus acciones y de su poder colectivo.
Durante años escuchamos el discurso de qué hacer individualmente para detener el cambio climático. Y si bien las acciones individuales aportan, son las acciones colectivas las que logran transformar ideas en realidades. Por largo tiempo nos hemos visto solo como votantes, usuarios y consumidores. Pero es justamente ese rol de ciudadano lo que permite a las empresas funcionar, a los partidos llegar a los puestos de poder. De este modo, si interiormente no buscamos la manera de generar conciencia sobre nuestras acciones futuras, de poco o nada servirá tener leyes que protejan la vida de nuestros recursos naturales y vida silvestre.
Referencias:
Jeffries, B. A. R. N. E. Y., & WWF INTERNATIONAL. (2020). THE LOSS OF NATURE AND THE RISE OF PANDEMICS (Ed. rev.). Recuperado de https://wwf.panda.org/?361716