Por Diego Arria
“La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ha dejado de existir”, nos anunció Yuli Vorontsov, embajador soviético en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la tarde del 25 de diciembre de 1991.
Los embajadores de Colombia, México, España y Venezuela habíamos sido convocados por Javier Pérez de Cuéllar a su residencia oficial como secretario general de la Organización de las Naciones Unidas. Desde hacía tres años nuestros gobiernos mediaban en las negociaciones directas entre el gobierno de El Salvador y los jefes del frente guerrillero Farabundo Martí para la Liberación Nacional MFLN para ponerle fin a una guerra que desangraba a esa nación centroamericana desde 1981. Era un último esfuerzo para terminar la redacción final del acuerdo con la esperanza de que las partes lo firmaran, a más tardar, el 31 de diciembre, último día del segundo período de Pérez de Cuéllar en su cargo.
Vorontsov interrumpió nuestra reunión con aquellas 10 palabras que resumían la sorprendente e histórica noticia que nosotros recibimos con gran entusiasmo, que además de constituir el acta de defunción de la guerra fría, le arrebataba al MFLN el único respaldo que conservaban, lo que haría posible, que pasado casi una hora después de la medianoche del 31 de diciembre, las partes firmaran el Acuerdo de Paz.
Guerra y terrorismo en el corazón de Europaes el testimonio de mi experiencia personal como embajador de Venezuela ante las Naciones Unidas y como presidente de su Consejo de Seguridad, responsable de asegurar la paz y la seguridad internacionales, en aquellos tiempos de grandes cambios en la realidad política internacional. Había llegado a las Naciones Unidas a mediados de 1990, en plena agonía de la URSS, un suceso gracias al cual cesaría la confrontación entre ella y Estados Unidos, que dominaba casi exclusivamente el funcionamiento del Consejo desde el fin de la segunda guerra mundial. A partir de ese instante crucial, pensábamos, que sin el sistemático veto de uno o del otro contrincante, el organismo podría finalmente ejercer su autoridad para entregarse de lleno a consolidar el imperio de la paz, de los derechos humanos, de la seguridad y de la soberanía de todas las naciones del planeta por igual. Una nueva realidad puesta a prueba con la invasión en agosto de 1990 de Kuwait por las tropas del régimen iraquí de Sadam Hussein, que sin la menor duda representó un punto de inflexión en la historia de las Naciones Unidas, en el que me correspondió asumir muy complejas responsabilidades.
Muchas de las páginas de este libro se refieren a las turbulencias que amenazaban la estabilidad del planeta y que no desaparecieron, como muchos creyeron que pasaría, tras desplomarse el imperio soviético. Perturbaciones que no solo serían efectos de aquel colapso, sino el estallido de desafiantes situaciones imprevistas, como las interminables secuelas de la Guerra del Golfo, la inestabilidad creciente en el Medio Oriente, el terrorismo como política de estado de Libia y la crisis de estado fallido en Somalia, por ejemplo, pero he decidido concentrar mi esfuerzo, al igual que hizo el propio Consejo de Seguridad en el análisis de los sangrientos conflictos bélicos que una vez más devastaron la región de los Balcanes después de la desintegración de la antigua Federación Yugoslava. Guerras alimentadas por las ambiciones territoriales y los odios étnicos de los ultranacionalistas dirigentes de Serbia, cuyo análisis, más allá de la propia significación del suceso, nos permiten aproximarnos a la nueva y muy decepcionante realidad que se manifiesta en las relaciones, a veces explosivas, entre los intereses de las grandes potencias y los de las medianas y pequeñas naciones, en las que la guerra y el terrorismo han pasado a ser factores determinantes de la ecuación, y en las insuficiencias de las Naciones Unidas como órgano encargado de ser el fiel de la balanza. Desequilibrios y carencias que desde aquellos años noventa dominan y enmarañan la agenda del Consejo de Seguridad.
Contra todas expectativas generadas por el derrumbe del muro de Berlín y el fin de la guerra fría, el Consejo de Seguridad no ha dejado de ser escenario de las graves tensiones que mantienen al mundo en perenne estado de alerta. Desencuentros de sus miembros permanentes y no permanentes, y la incomunicación entre los miembros más poderosos del Consejo y el resto de los estados miembros de la Organización, que han sido dejados al margen de las deliberaciones y arbitrajes más trascendentales; y por encima de todo, la desinformación como pieza clave del funcionamiento real del Consejo, suerte de sistemática indigencia institucional impuesta por los gobiernos más poderosos, que me honra haber contribuido a medio dejar atrás durante mi tránsito por la Presidencia del Consejo de Seguridad, en 1992, al promover lo que se denominó desde entonces “Fórmula Arria”, un mecanismo que el Consejo de Seguridad viene utilizando hasta el día de hoy permitiendo una mayor transparencia a sus deliberaciones.
Me he esforzado en presentar aquí un conjunto de reflexiones acerca de eventos que presencié, de las experiencias que me hicieron actuar y de las lecciones aprendidas para compartir un capítulo en la vida del mundo tal como puede observarse desde la perspectiva de las Naciones Unidas. Estas páginas también constituyen un testimonio de mi empeño por hacer prevalecer y dar sentido a los principios y valores humanos como hilo conductor de las relaciones internacionales. Expresión cabal de mi obsesión por hacer valer el criterio de que crímenes contra la humanidad, como el genocidio, el terrorismo, la limpieza étnica y la conquista de territorios por la fuerza no sigan violentando el orden internacional. De ahí los esfuerzos personales y profesionales que hicimos diplomáticos y altos funcionarios de pequeñas y medianas naciones miembros de la ONU para enfrentar muchas crisis, algunas de ellas de dimensiones insospechadas, incluso en el corazón de Europa, como las guerras yugoslavas, una de cuyas consecuencias ha sido y sigue siendo el terrorismo.
En este sentido, para mí resultó decisiva la oportunidad que me brindó haber encabezado la primera misión de embajadores del Consejo de Seguridad al teatro de una guerra en pleno desarrollo, y ser testigo presencial de hechos tan pavorosos como el sitio de Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina, o como el genocidio de Srebrenica, situaciones de las que, antes de esa misión, intencionalmente, los miembros permanentes del Consejo y la Secretaría General no informaban ni oportuna, ni adecuadamente a los miembros no permanentes ni a la Asamblea General. Durante la visita constaté horrorizado los resultados de la abominable modalidad de la llamada limpieza étnica en enclaves tales como Srebrenica. Y fue desde ese pueblo martirizado donde declaré a los medios internacionales que un genocidio en cámara lenta estaba en marcha allí. Sin embargo, no solo no se hizo nada nada para impedirlo ni ponerle fin, sino que se hizo todo lo posible para encubrirlo, y en menos de dos años ese proceso culminó con la masacre de ocho mil adultos y adolecentes ejecutada en dos o tres días
Este libro también es expresión cabal del esfuerzo que hicimos y se sigue haciendo para que en efecto, nunca, bajo ninguna circunstancia, pueda la política internacional de las grandes potencias permitirse el privilegio de atropellar los principios éticos que deben animar la conducta de sus gobiernos. Ese fue el compromiso que asumimos unos pocos embajadores en el seno del Consejo de Seguridad, y el por qué en ningún momento vacilamos a la hora de enfrentar los desmanes cometidos por las autoridades civiles y militares de Serbia en Croacia, Bosnia y Kosovo con la complicidad de algunos miembros permanentes del Consejo de Seguridad y funcionarios civiles y militares al servició de la Secretaría General. Y para reiterar nuestro rechazo a que algunos gobiernos europeos, para justificar estas transgresiones, recurrieran al falso y condenable argumento de que la independencia de Bosnia Herzegovina, admitida como miembro de las Naciones Unidas en mayo de 1992 equivalía a validar la creación de un inconveniente estado musulmán en Europa, a pesar de que Bosnia-Herzegovina siempre había sido no solo una nación europea, sino un admirable ejemplo de nación multiétnica y multicultural. Ese tratamiento con trasfondo supuestamente étnico y religioso, revivió los horrores de la “solución final” que el régimen nazi le aplicó al pueblo judío, al permanecer impasible ante la política de limpieza étnica, cuya más abominable exhibición fue el genocidio de Srebrenica en julio de 1995, con más de 8 mil civiles asesinados a sangre fría en tres días ante la impavidez del Consejo de Seguridad. De hecho antes del abandono de Bosnia no se registran actos terroristas en occidente, lo que sin dudas indica que grupos islamicos radicales en otros lugares del mundo se activaron ante la indiferencia de Occidente – o la fragilidad de unos acuerdos de paz que impusieron una soberanía condicionada a Bosnia-Herzegovina sin ponerle fin ni al apartheid en los Balcanes ni sanción al nacionalismo serbio con consecuencias que todavía pone en peligro a todo el mundo
Sólo el empeño de algunos estados y personas, entre los cuales me honro en estar, han permitido que algunos de los responsables de tantos crímenes contra la humanidad cometidos en la antigua Yugoslavia hayan sido llevados ante la justicia en el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, de cuya creacion fui uno de los promotores. Este libro es el testimonio de mi cumplimiento con ese deber cuando fui testigo de cargo en contra de Slobodan Milosvic, y en la defensa de Nasser Oric comandante bosnio de Srebrenica,.
Si algún mensaje puede transmitir este libro, es la necesidad de que en el futuro desempeño de las Naciones Unidas no se repita el perverso encubrimiento de lo que en realidad ocurría en Croacia, Bosnia y Kosovo, el mayor encubrimiento ejecutado por el Consejo de Seguridad, con la cínica excusa de que alcanzar la paz no tiene precio, aunque ello implique ignorar hasta los fundamentos más esenciales de las Naciones Unidas, imprescindibles para hacer efectiva la promoción de la paz y la seguridad en todos los rincones del planeta.
Diego Arria
Economista venezolano – Diputado al Congreso de la República – Ministro de Información y Turismo – Gobernador del Distrito Federal – Presidente del Centro Simón Bolívar – Fundador de El Diario de Caracas – Embajador de Venezuela ante la Organización de Naciones Unidas – Presidente del Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas – Secretario general asistente y Consejero del secretario general de la Organización de Naciones Unidas Kofi Annan.
@Diego_Arria